Love, Love, Love

 

Hace unos días visité el Mercat dels Encants, en Barcelona. Una especie de rastro barcelonés en el que se pueden encontrar grandes reliquias del pasado. En este tipo de lugares es habitual encontrar trocitos de la vida íntima de muchas personas que murieron y cuyos recuerdos quedaron colocados en sus hogares, ajenos al acontecimiento, protagonistas de su propio momento.

Fue entre fotografías en blanco y negro donde vi destacar una nota con las dimensiones de una postal pero que definitivamente era mucho más que eso. Era una misiva en la que un enamorado Pedro Magem escribía a su amor desde la distancia de Palma de Mallorca, enorme brecha física en 1943, a su Ana Payró de Barcelona. Un 16 de abril, Pedro escribía a Ana reclamando sus palabras en el correo del domingo. “Saluda a tus familiares y amigos y recibe un fuerte abrazo y muchos besos de tu novio, que mucho te quiere”. Así se despedía un desesperado Pedro, que no tenía información a la que aferrarse desde su exilio quizá realizando un servicio militar que entonces duraba dos años. Una nota que junto con las cartas que Frida Kalho envió a su amado Jose Bartolí y que se han hecho públicas recientemente, me han hecho reflexionar acerca del valor de esas dos y en ocasiones tres palabras.

Se debe poner un nombre. A todo. Eso pienso muchas veces. Las etiquetas, los adjetivos, los nombres ayudan en la mayoría de los casos pero en ocasiones delimitan algo tan inmenso que quizá sería mejor no denominar, para no encerrarlo, dejar que ‘aquello’ sea libre. Pero el caso es que no saber cómo expresar algunas sensaciones genera frustraciones. Es importante contar al resto qué le pasa a uno, lo malo pero también lo bueno. Hay cosas que no son tangibles, que no pueden explicarse y que, precisamente por ello, la convención social creada para definirlo se torna inmensa.

Nos los pensamos, apuntamos el día que lo dijimos, esperamos que lo diga el otro. Nos reprimimos durante semanas, días…Queremos proclamarlo a los cuatro vientos y, en cambio, no lo hacemos. Pero la cosa es que queremos gritar las preciadas palabras. La propia contención las convierte en letras que uno bebería en el más arduo desierto. De hecho, cuando verbalizamos las emociones, éstas parecen tomar forma. Hacerse independientes, ser algo que ha alcanzado la mayoría de edad y cuyos derroteros ya no sólo dependen de nosotros. Y eso nos da miedo, ese sentimiento que junto a los nervios suele venir para estropearlo todo. Somos cobardes y, en lugar de pensar en lo bueno que está pasando, pensamos en lo malo que podría venir.

El caso es que yo no me libro de este mal de altura y, mientras escribo este post, dudo aun si decirlo o no… Pero qué demonios:

TE QUIERO.

 

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