Una caravana, Caterina y yo

Una caravana, Caterina y yo

ISLANDIA

Aquella casa rodante se había convertido en una compañera más de viaje. Era antigua, uno de los intermitentes no funcionaba bien y el radio-casette se había estropeado, pero estaba llena de encanto.

El frío de la mañana nos despertó. Caterina metió su mano dentro de la manga del jersey y limpió el empañado cristal para ver a través de él. El sol comenzaba a inundarlo todo con un espléndido velo dorado: las montañas a nuestra espalda, el mar al frente y el faro, acabando su pequeña jornada sobre el acantilado.Llevábamos 20 días en la isla y yo me había pasado la mayor parte del tiempo con la cabeza en otra parte. La incesante sensación de inmensidad y de soledad en una país con 3,4 habitantes por kilómetro cuadrado, me atraía y al mismo tiempo me abrumaba. Supongo que no era muy consciente a lo que me sometía cuando decidí viajar a Islandia.Alquilamos una caravana todoterreno que nos permitiría cocinar entre volcanes, bañarnos en sus glaciares, dormir en sus valles.

Ésta además me ayudaría a capturar con mi cámara —mi otra gran compañera de viaje— los lugares más extraordinariamente hermosos que jamás haya visitado.

Pasamos horas y horas en silencio, observando desde nuestra caravana 4x4 cómo el pedregoso terreno se dejaba mecer por un viento que dibujaba sobre él nuevas sendas imposibles de capturar en su mutabilidad. Tras cientos de kilómetros dentro de ese cacharro sin apenas ver a nadie, mis miedos se fueron disipando y experimenté un estado de excitación previo a una inmensa calma. Lo que comenzó como unas simples vacaciones se había convertido en algo más. Me sentía pequeño pero completo.

En nuestras últimas horas en Islandia, de camino a la empresa de alquiler de la caravana, busqué “My Home is Nowhere Without You” de Herman Dune en Spotify. El banjo comenzó a sonar desde el pequeño altavoz conectado a mi smartphone mientras atravesábamos la isla acompañados de todos nuestros trastos.

Tal y como rezaba la canción, sentía que mi hogar no estaba en ninguna parte. Mi hogar eran las personas con las que compartía mi vida. Aquella casa rodante se había convertido en una compañera más de viaje. Era antigua, uno de los intermitentes no funcionaba bien y el radio-casette se había estropeado, pero estaba llena de encanto. Había soportado las incomodidades del esguince que sufrió Caterina, nos había resguardado de la lluvia y del frío en un clima tan cambiante como el paisaje, y nos protegió del golpe con aquel otro conductor que no vió el intermitente encenderse.

La caravana había sido testigo de mi cambio; de nuestro cambio. Quiero pensar que, como la superficie de aquella pequeña gran isla, el viento había ido limando la mirada de Caterina y la mía propia, liberándonos de los prejuicios que la nublaban cuando llegamos.

Las fotografías que tomé con mi cámara muestran una Islandia de incontestable esplendor, pero no sé si realmente capturé su esencia. No son estas imágenes las que asoman a mi recuerdo cuando pienso en aquel viaje, sino las de aquella casa rodante, sabia, bella e imperfecta.